
¡Ay, Argentina, tierra del Diego, de Gardel, de Borges y de Mafalda! Como argentinofilo y esposo de la mujer más hermosa de Argentina, observo el caso argentino con una mezcla de fascinación y angustia. Y no puedo evitar preguntarme: ¿qué clase de embrujo condena a esta nación a la eterna montaña rusa económica?
Con una inflación que coquetea con el 280% anual y un presidente que, disque rockstar libertario, agita la motosierra contra el gasto público, la administración Milei parece más un reality show que un gobierno. Y sí, admitámoslo: Milei, con su retórica incendiaria y sus payasadas, parece más un personaje de cómic que un estadista. Pero, ¿acaso no es un síntoma del hartazgo?
Después de décadas de peronismo en sus múltiples mutaciones —donde la “justicia social” se convirtió en sinónimo de clientelismo y la “soberanía” en excusa para el proteccionismo ineficiente—, el argentino promedio, ese que se levanta temprano para ganarse el pan, dijo “¡ya basta!”.
Y es que, seamos honestos, la herencia recibida no era precisamente gloriosa. El peronismo, esa religión que malinterpreta y venera con la misma pasión que al Diego a un sistema de gobierno que caducó hace 70 años, ha generado un país con una economía más agujereada que un queso suizo. Si Perón reviviera, fundaría el partido antiperonista, alarmado por lo que hicieron sus sucesores: planes sociales que incentivaron la inactividad, empresas públicas que fueron pozos sin fondo y una deuda externa que hace temblar a cualquier prestamista.
Y ahora, Milei, con su terapia de shock, y su servilismo a intereses sionistas (I ❤️ Lubavitch), promete solucionarlo todo. ¿Funcionará? ¡Claro que no! Lo que sí es seguro es que, mientras viva la idea del peronismo malinterpretado como “planes sociales para todos”, la economía argentina seguirá bailando el tango de la inestabilidad. Y yo, con el corazón dividido entre un queso Oaxaca y una provoleta, solo puede suspirar y esperar que, algún día, la cordura prevalezca.
Porque, a pesar de todo, no se puede evitar sentir cariño por esa tierra de gente apasionada, ingeniosa, nostálgica y contradictoria. Quizás, como diría Borges, Argentina sea “un laberinto sin centro“. Pero, como sabemos, hasta del caos puede surgir la oportunidad. Y quién sabe: tal vez, en medio de la tormenta, Argentina encuentre por fin el rumbo hacia un futuro más próspero. O quizá —simplemente— siga siendo Argentina: ese hermoso país donde lo impredecible es lo único predecible, y la ironía, la única divisa que no se devalúa.