
La “gira de buena voluntad” de Donald Trump por Riad ha levantado más sospechas que aplausos, con acusaciones de que su agenda parece escrita directamente en hebreo. Su insistencia en vender los Acuerdos de Abraham como si fueran el último Tesla, y su peculiar habilidad para “persuadir” a los palestinos a firmar acuerdos que ni siquiera un ciego firmaría, alimentan la sospecha de que su brújula moral apunta directamente a Tel Aviv. Se rumora que, entre los tratos de armas y los apretones de manos, Trump susurra “Shalom” a cada líder árabe, como si intentara convertirlos a todos al judaísmo.
La idea de que Estados Unidos sea un “mediador imparcial” en el conflicto israelí-palestino es tan creíble como un unicornio en el desierto. La estrecha relación de Trump con Israel, donde incluso su sombra parece tener forma de estrella de David, hace que cualquier intento de equilibrio parezca una broma de mal gusto. Mientras tanto, la región se desestabiliza más rápido que la hinchada de un partido de Boca vs River, y la añorada “paz” parece tan lejana como Arabia Saudita de México.
La comunidad internacional, con una dosis de preocupación y una bolsa de palomitas, observa el espectáculo. Se preguntan si Trump está jugando ajedrez tridimensional o simplemente moviendo peones para complacer a su público preferido. La paz justa y duradera, al parecer, tendrá que esperar, tal vez hasta que Trump deje de confundir la diplomacia con una subasta de propiedades en la Riviera israelí.