
Kenia, considerada durante años como un bastión de estabilidad en África Oriental, enfrenta su momento político más crítico en décadas. El detonante ha sido el controvertido proyecto de ley fiscal impulsado por el gobierno de William Ruto, que incluía impuestos sobre productos básicos y transacciones digitales en un país donde el 36% de la población vive bajo la línea de pobreza. Las protestas, iniciadas principalmente por jóvenes urbanos, escalaron rápidamente hasta convertirse en disturbios generalizados que dejaron al menos 23 muertos y cientos de heridos, según cifras de organizaciones humanitarias. La quema parcial del edificio parlamentario simboliza el colapso del diálogo entre gobernantes y gobernados en la que fuera considerada una de las democracias más consolidadas de África.
El contexto revela problemas estructurales profundos: Kenia tiene una de las poblaciones más jóvenes del mundo (el 75% es menor de 35 años) que enfrenta un desempleo del 35% y un costo de vida que aumentó 8% interanual. La deuda pública equivale al 68% del PIB, y el servicio de esta deuda consume el 64% de los ingresos fiscales. Sin embargo, la percepción general es que la corrupción sistémica (el país pierde aproximadamente $6 mil millones anuales por este concepto) impide que los recursos lleguen a quienes más los necesitan. La desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía se ha vuelto insostenible, particularmente para una generación joven que, a diferencia de sus padres, ya no teme expresar su descontento.
Esta crisis marca un punto de inflexión para Kenia y posiblemente para la región. El rápido retroceso del gobierno ante las protestas demuestra la fuerza de la movilización ciudadana, pero también revela la fragilidad del contrato social. El desafío ahora será transformar esta energía contestataria en reformas sustantivas que aborden los problemas de desigualdad (el 10% más rico controla el 40% de los ingresos nacionales) y gobernanza. Lo ocurrido en Kenia debería servir como advertencia para otros gobiernos africanos: en la era de la conectividad digital, ignorar las demandas de una generación educada y desesperada tiene consecuencias inmediatas y potencialmente devastadoras. La estabilidad ya no puede darse por sentada, incluso en los países considerados “estables”.